Hola, ¿cómo están? Mi nombre es Noelia, soy argentina, tengo 39 años, estoy casada y tengo tres hijos. Voy a contar mi testimonio de cómo conocí a Jesús y de todas las cosas que me pasaron hasta que me convertí por completo.
Esto lo hago para glorificar a Jesús y porque, como dice la Biblia:
[Apocalipsis 12:11, RVR1960] Ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos; y menospreciaron sus vidas hasta la muerte.
Lo hago también para batallar mi orgullo y para ser más humilde, porque, como dice también la Biblia:
[Lucas 14:11, RVR1960] Cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido.
Siento que contar mi testimonio es lo que tengo que hacer, porque desde que conozco a Jesús, todo lo quiero hacer por Él y para Él.
Es lo mínimo que puedo hacer después de lo que Él hizo por mí: confesarlo públicamente frente a todo el mundo. Él es mi centro, y lo único que me importa es quedar bien con Él. No me avergüenzo de declararlo públicamente, y no me importa lo que puedan pensar las personas sobre mí.
También quiero compartir todo lo que me pasó, porque puede haber otras personas, especialmente mujeres, que están pasando por lo mismo. Me parece importante dejar mi orgullo de lado para compartir mi experiencia personal, que fue muy fuerte y muy real. Así, esas personas podrían saber que no están solas, que no son las únicas, y entender por qué les pasa lo que les pasa.
Les voy a contar ahora quién era yo antes de conocer a Jesús.
Yo era una persona normal, según los términos del mundo. No iba a ninguna iglesia, no sabía lo que era el cristianismo, no era una persona devota ni nada de eso. Pensaba que era feliz. Me iba bien en todo lo que hacía y me sentía exitosa en todos mis emprendimientos materiales. No estaba deprimida, no estaba quebrantada, no estaba pasando por un mal momento. Al contrario, pensaba que lo tenía todo y que todo dependía de mí.
Era una mujer muy independiente. Creía en algo que se llamaba Dios, pero pensaba que era como una energía universal. Creía que ese Dios estaba en todos lados, pero que no tenía una personalidad concreta. No sabía quién era Dios, quién era Jesús. Cuando leía algo sobre Jesús o veía alguna imagen de Él, me inspiraba mucho respeto. Sentía algo, pero no sabía quién era en realidad. No sabía que Jesús vive, ni cuán real es Él. No conocía la medida de su autoridad y de su poder como Hijo de Dios.
Además, pensaba que las personas que oraban de rodillas o postradas, que lloraban por Él, que escuchaban canciones cristianas o estaban tan metidas en esas cosas eran exageradas. Pensaba que eran fanáticos. Nunca sentí interés en ser así. Nunca lo entendí antes.
Cuando conocí a mi marido, él me regaló una Biblia. Hacía cinco años que la tenía sobre mi mesita de luz, pero no tenía interés en abrirla. Creo que una vez la abrí y no entendí nada. No tenía fe y no me interesaba, en realidad. Leí un poco, pero para mí eran como palabras extrañas, como que estaba abriendo un libro codificado. Sentía que no era para mí. La tenía a mi lado porque era un regalo de mi marido, así que le tenía cariño, pero era como un objeto más. No la entendía.
No buscaba el mal de los demás, pero era una persona muy arrogante. Creía que yo creaba la realidad, influenciada por todos los estúpidos libros que había leído antes sobre cómo nosotros somos nuestro propio dios, cómo creamos nuestra realidad y cómo manejarla. Leía sobre física cuántica y todo lo relacionado con la Nueva Era. Estaba ahí, aggiornándome y leyendo todo para tener poder, pero no para influir en los demás, sino para aplicarlo en mi vida y tener más éxito.
Era una persona orgullosa. Me costaba muchísimo pedir perdón. Siempre debía tener la razón. Siempre tenía que ganar en todo. Era súper competitiva. Ahora me doy cuenta de que eso era por una falta de autoestima y de reconocimiento, de que yo quería estar en todos lados. Siempre buscaba una posición de líder. Actuaba como un hombre en el sentido de la autoridad.
Nunca me gustó ser mujer. Sentía que las mujeres éramos menos, y entonces les tenía envidia a los hombres. Quería manejar todo, ser la cabeza de la casa y del trabajo. No actuaba como una mujer; actuaba más como una diva, como un hombre, manejando todo, en todos lados, siempre con la nariz bien arriba.
Era vanidosa. Me vestía con ropa ajustada, me maquillaba todo el tiempo y siempre usaba tacos altos. Me cambiaba el color del pelo constantemente. Cuanto más atractiva, mejor, pensaba yo, y estaba todo el tiempo seduciendo. No me daba cuenta de lo que hacía. No digo que esté mal que una mujer se arregle o esté bonita, pero mi motivo no era puro. Mi motivo era sobresalir, y era más que simplemente estar arreglada.
Durante mi vida cometí un montón de pecados. Siempre fui completamente rebelde: rebelde a mis padres, rebelde en la escuela. Tenía problemas en la escuela secundaria. Nunca quería cumplir ninguna regla. Siempre era yo la que ponía mis propias reglas y mi forma de vivir, en un sentido extremo.
Era rebelde a mi marido. No quería escucharlo. No permitía que él me diera ni un mínimo consejo, aun cuando en el fondo yo sabía que lo hacía por mi bien. No quería aceptar nada, porque era sumamente rebelde.
Cuando era más joven, hice de todo. Fui prácticamente alcohólica, fumé marihuana y quise matarme un par de veces. Sufrí de depresión varias veces, una depresión bastante grave. Odiaba la vida y tenía muchos extremos.
Tuve varias relaciones sin haberme casado, fui infiel, pequé contra mi cuerpo, haciéndome tratamientos de belleza contranaturales y operándome para volverme infértil y no tener más hijos, algo que, después, el Señor me mostró cuánto odia.
Ya pedí perdón y me arrepentí de todo lo que hice en la ignorancia. No es que hice todo eso para en contra de Él, porque no lo conocía, pero igualmente estaba mal.
Uno de mis mayores pecados fue mi adicción a lo oculto. Desde los 13 años, empecé a comprar y leer libros y revistas sobre la New Age y todo lo relacionado con el mundo espiritual y astral. Quería entender cómo funcionaba todo lo invisible e inmaterial. Aunque todavía no había encontrado la verdad, que es Jesús, sabía que había algo más allá de lo material y quería llegar hasta allí.
Leía sobre ocultismo, esoterismo y meditación. Practicaba para hacer viajes astrales y despertar la Kundalini, y meditaba por horas para abrir el tercer ojo. También practicaba para mover objetos sin tocarlos. Estudiaba de forma autodidacta cartomancia, quiromancia, numerología, hipnosis y programación. Leía los horóscopos, hacía cartas astrales… ¡de todo!
Quería saberlo, manejarlo y conocerlo todo. No lo hacía para manipular a otras personas ni para hacerles daño, sino para mí misma. Pero igual, estaba completamente fuera de foco.
Además, era bailarina. Desde los 11 años empecé a bailar, y más adelante llegué a enseñar danza. Mi dios era la danza. Era ambiciosa y caprichosa. También era compradora compulsiva, la típica mujer que va a una tienda y compra todo lo que ve, sin importar nada.
Todo esto empezó a cambiar cuando conocí a Jesús de forma involuntaria. Siempre buscaba la verdad espiritual, pero no sabía lo que estaba haciendo. No sabía que me estaba metiendo en cosas equivocadas. Leía todos esos libros de técnicas ocultas, hasta que un día leí un libro sobre la vida de Jesús.
Mientras leía las cosas que Jesús hizo, me sentí muy, muy conmovida y comencé a llorar, porque sentía la humildad y el amor que Él tenía por los demás. Fue un momento extraño, porque lloraba al leer cómo ayudaba a los pobres y por la misericordia que tenía con la gente. Fue como que algo muy profundo me tocaba mientras leía. Después de ese día, todo quedó ahí, pero yo quedé muy conmovida.
Pasó un tiempo, y un día estaba recostada, tratando de descansar, aunque todavía no estaba dormida. Estaba en la cama, tomando una siesta, y de repente sentí como un viento que entró en mi cuerpo. Era una brisa suave, pero decidida, que no se podía controlar, y me hizo inspirar profundamente. Fue como un «¡aaah!», algo que entró en mi cuerpo y lo bañó por completo.
Automáticamente, sentí un fuego que me recorría desde la cabeza hasta los pies. Era algo que me quemaba, pero de una forma hermosa. Era una sensación, un éxtasis que nunca había experimentado con ninguna meditación ni con ningún placer de este mundo. Nada se comparaba con lo que sentía.
Eso duró unos instantes; no sé cuánto tiempo habrá sido, porque en ese momento es como que no tienes conciencia del tiempo real. Pero a mí me pareció que fue muy largo, y quería quedarme en ese estado.
Tuve el pensamiento, la inspiración, de que así se siente estar en el cielo, porque era un éxtasis incomparable. No se puede comparar con la felicidad que te da nada en este mundo. Era como que alguien me decia: «Esto es, Noelia, lo que se siente estar en el cielo».
No vi el cielo, no vi un lugar físico, pero cuando ese viento entró en mí —lo cual no sabía lo que era, porque no conocía al Espíritu Santo ni su bautismo— fue como que alguien me lo confirmaba y me decía: «Esto es lo que se siente estar en el cielo». No se puede explicar, porque solo la persona que lo experimenta sabe lo que se siente.
A partir de ahí, todo empezó a cambiar. Empecé a sentirme rara, en mi cuerpo y en mi espíritu. Después de ese día, sentía sobre la cabeza como un aceite que no se iba con nada. Me lavaba varias veces con shampoo durante varios días, y no se iba.
Me sentía diferente. Pensaba en Dios todo el tiempo, pero no sabía por qué, ya que no lo estaba buscando conscientemente. No sabía qué hacer. Pensaba: «Bueno, ¿qué hago? ¿Qué tengo que hacer? ¿Voy a alguna iglesia o no voy? ¿Necesito estar sola?» Incluso consideraba irme a una montaña o a un retiro espiritual, porque sentía que necesitaba estar sola con Dios.
Me decía: «Bueno, ¿qué hago? ¿Voy a una iglesia católica?» Pero, como había ido de chica a iglesias católicas, sentía que algunas cosas no me cerraban, que algunas cosas estaban mal para mí.
Empecé a hablar más con Mandala, mi marido. Él empezó a ayudarme, y yo quería saber más sobre la vida de Jesús. Pero no fue algo que busqué; fue algo que se dio naturalmente.
Quería saber todo sobre Jesús, quería conocerlo. Tenía hambre de Él. Pensaba en Él todo el tiempo, incluso al levantarme, pero todavía no sabía cuál era la razón.
Empecé a ver cosas en las personas, información que nadie me había dicho, y eso me asustaba un poco, porque no sabía lo que me pasaba. No sabía que, cuando recibes el bautismo del Espíritu Santo, Dios te da dones espirituales. Y uno de ellos es que Él te muestra información sobre la vida de otras personas que no podrías saber normalmente.
Lo que me estaba pasando me asustaba al principio, porque no sabía qué era. Esto no me ocurría con todas las personas, sino solo con algunas puntuales. Dios me mostraba algo de ciertas personas, y yo no sabía qué hacer con esa información.
Cuando esto me empezó a pasar, una de las cosas que veía era que la razón por la que algunas personas estaban enfermas era que necesitaban perdonar. Buscando en internet sobre enfermedades, encontré una técnica que supuestamente ayudaba a las personas a curarse, y empecé a meterme en eso, pensando que podía ayudarme. Pero después me di cuenta de que utilizaban hipnosis y hablaban con personas que ya habían muerto. Ahí entendí que algo no estaba bien. Además, mi marido me decía lo mismo.
Como no sabía qué hacer con lo que me estaba pasando, al principio pensé que esa era la respuesta. Pero luego entendí que, cuando te estás acercando más a Dios, el diablo hace todo lo posible para que no termines de encontrarlo a Él y a la verdad. Me di cuenta de que fue el diablo quien presentó esto en mi vida para que yo usara de mala manera lo que Dios me estaba llamando a hacer.
A partir de ese día, sentía como un llamado. Sentía que Dios me llamaba todo el tiempo, no con la voz, sino con un sentimiento: la sensación de que tenía que hacer algo, como una misión o algo especial que tenía que ver con Él. Pero no sabía cómo responder a ese llamado.
Las cosas empezaron a cambiar. Mientras yo tenía más hambre de Dios, comenzaron a presentarse en mi vida oportunidades de trabajo fáciles y tentaciones que antes no tenía. Era como que todo se me servía en bandeja en el mundo material.
Tenía unas ganas impresionantes de hacer cosas que no estaban bien. Aparecían personas que no había visto hace años. De hecho, casi tiro por la borda toda mi vida y mi matrimonio.
Por un lado, sentía un hambre tremenda de Dios y de conocerlo, de conocer a Jesús. Pero, al mismo tiempo, era como que el mundo me decía: «Mira, puedes trabajar de esto, de lo otro. Ven, haz esto». Era como que el ego estaba siendo exaltado.
Después entendí que el diablo trata de impedir que llegues a tu misión final cuando Dios te está llamando. Cuando empiezas a mirar a Dios, el diablo empieza a ponerte todo servido delante de ti, para que dejes de pensar en las cosas de Dios y te vuelvas a perder en las cosas del mundo.
Era algo sorprendente e inesperado. Me llamaban por teléfono y me decían: «Noelia, tenemos esto para ti». Era algo que yo siempre había querido, y, justo cuando quería dejar las cosas del mundo y dedicarme a trabajar para Dios, esa oportunidad se presentaba.
Esto me hace acordar a cuando Jesús estaba en el desierto y el diablo le ofreció el mundo entero si lo adoraba. La diferencia es que, en ese momento, yo no sabía lo que me estaba pasando y no entendía nada.
Además, tenía algunos ataques en los sueños. Sentía como que me clavaban una flecha o una lanza en la espalda, y me despertaba con un dolor tremendo y real, como que alguien realmente me estaba hiriendo.
El alcohol también empezó a caerme mal. No pude tomarlo más. Todo sucedió sin buscarlo, de forma natural. No fue que yo dije: «Bueno, voy a dejar de tomar alcohol porque me hace mal». Mi cuerpo empezó a cambiar. No era el mismo, y ya no tenía los mismos gustos.
Con la comida pasó lo mismo: empezó a gustarme otro tipo de alimentos y rechazaba todo lo que tuviera olores muy fuertes.
Así pasaron unos meses, hasta que un día mi marido estaba viendo una liberación de demonios en internet. Tenía los auriculares puestos, y yo me acerqué a él. Empecé a escuchar lo que pasaba en los auriculares, y entonces comencé a sentirme atraída.
El ministro que estaba haciendo la liberación le hablaba al demonio que estaba dentro de la persona y le decía cosas como: «¡En el nombre de Jesús, te ordeno que te vayas de esta casa!», «¡Jesús ya te venció!» o «¡Bebe la sangre de Jesús!». También le decía: «¡Mira a dónde está Jesús!», y la persona miraba hacia donde estaba Jesús en lo espiritual, y el demonio se manifestaba.
Entonces le dije a mi marido: «A ver, ¿qué estás mirando? ¿Puedo mirar contigo?» Él se sacó los auriculares, y empecé a ver y a escuchar lo que estaba pasando en la liberación. Vi cómo el demonio se manifestó a través de esa persona y empezó a contar cómo lo manejaba, cómo actuaba en él, qué cosas le hacía hacer y cómo lo hacía pecar.
En ese momento fue cuando realmente creí en Jesús y supe quién es Él: que es el Hijo de Dios, que está vivo eternamente en lo espiritual y que tiene autoridad sobre todo. Allí creí en Dios, en los demonios, en el diablo. Se me abrieron los ojos, y me impactó tanto ver ese video que, a partir de ese momento, mi vida nunca más fue la misma.
Desde ese día, empecé a mirar más videos de este ministro que vive en Estados Unidos, donde explicaba qué es el cristianismo, quién es Jesús, cómo es Dios, cómo funciona el mundo espiritual, qué dice la Biblia, qué son los bautismos, los dones del Espíritu y muchas otras cosas.
Ahí empecé a entender todo, y no pude dejar de leer, investigar y aprender más. Sentía mucha resistencia dentro de mí, pero, al mismo tiempo, no podía dejar de escuchar los videos con sus enseñanzas y las de otras personas. Sentía que esa era la verdad que siempre había estado buscando. Todo lo que escuchaba resonaba dentro de mí, y simplemente sabía que era la verdad.
Desde ese día, empecé a cambiar más y más. El cambio fue natural. No fue que yo dijera: «Bueno, hoy me levanto de tal manera o de tal otra. Hoy tengo que hacer esto, tengo que hacer lo otro», sino que todo se fue dando naturalmente.
A partir de ese día en que vi esa liberación y creí de verdad, empecé a darme cuenta de lo que estaba haciendo mal y a trabajar en mí. Cada día, Dios me mostraba cuáles eran las cosas que debía cambiar, y yo seguía trabajando más y más. Era como que se me habían abierto los ojos de forma impresionante. Veía todo de otra manera.
Llegó un punto en el que sentía que ya no podía limpiarme sola ni seguir viviendo de esa manera. Sentía que Dios quería más de mí y que tenía que dar un paso: mostrarle que realmente no quería seguir siendo la persona que había sido, sino renacer como alguien nuevo en Jesús. Sentía que no podía seguir creciendo espiritualmente sin bautizarme en agua. Me sentía sucia, como que mis pecados no podían ser limpiados.
En ese momento entendí lo que estaba haciendo en mi vida, y sentía, literalmente, que Dios me decía: «Ahora es el momento. Ahora tienes que hacerlo». Sentía que simplemente tenía que hacerlo, como que no me quedaba otra opción. Pero no lo vivía como una presión de parte de Él, sino como algo que yo misma necesitaba hacer.
Fue algo natural. No es que fui a algún lugar y alguien me dijo: «Tienes que bautizarte» o «Tienes que hacer esto o aquello». Eso es lo que más destaco de todo lo que me pasó: que fue natural.
Sentía que no quería volver atrás y que no había otra opción. Si no lo hacía, me sentía aún peor, y empezaban a venir más ataques de parte de los demonios para que no lo haga. Entonces decidí bautizarme en agua.
Me costó muchísimo, porque tenía mucho orgullo y no quería que me bautice mi marido. Sentía como que el diablo me decía: «No seas tonta. ¿Para qué vas a hacer esa estupidez? ¿Cómo te vas a dejar bautizar por tu marido?»
Antes de conocer a Dios, yo pensaba que bautizarse era algo ridículo y sin sentido. Creía que era como un papel, que por meterte bajo el agua no iba a cambiar nada. Pensaba que era un acto de fanatismo. Pero ahora, algo dentro de mí me decía que tenía que hacerlo sí o sí. Y, por sobre todo, sentía una necesidad natural de hacerlo.
Eestaba empezando a desesperarme y tenía una batalla interna: «¿Lo hago? ¿No lo hago? ¿Qué van a pensar de mí?». Un montón de pensamientos que ahora sé que provienen del diablo, que te los pone en la cabeza para que no lo hagas, para que no cumplas con las leyes de Dios.
Mi marido me dijo: «Vas a ver que después del bautismo en el agua te vas a convertir en completamente otra persona». Y yo pensaba: «Bueno, sí, mis pecados van a ser perdonados y voy a empezar de cero». Pero nunca me imaginé todo lo que iba a pasar después de eso. Nunca me imaginé que iba a ser literal.
Luego de bautizarme en el agua, todo empezó a cambiar, más y más, de forma automática. Pero fue vertiginoso. Era aún más intenso que antes de hacerlo. Estuve varios días escupiendo saliva, largando una especie de agua por la nariz, estornudando, tosiendo, bostezando. Todo eso es evidencia de liberación, de que te estás limpiando.
Comencé a ver literalmente todo de forma diferente: el mundo, los paisajes. Era como que los disfrutaba muchísimo. Me sentía más viva. Miraba los paisajes y sentía que Dios estaba en todos lados. Era como que me había levantado y estaba viendo otro mundo después del bautismo. Fue impresionante.
Los cambios no fueron solo espirituales o emocionales, también se manifestaron físicamente. No podía comer; estuve así casi tres días, cuando antes la comida para mí era fundamental. Era como que el cuerpo se estaba limpiando.
Una mañana me levanté y fui a preparar el café de todos los días, pero no pude tomarlo. Antes era adicta al café y no podía pasar el día sin beber cinco o seis tazas, hasta que me dolía el estómago. Había intentado muchas veces dejarlo y jamás lo logré.
No es que esté mal tomar café, sino que en mi caso me hacía mal, porque era una adicta. Pero un día me levanté, lo miré, y ya no fue lo mismo. Simplemente, Jesús me liberó de eso y de muchas otras cosas más. Ese fue uno de los cambios que tuve. No lo podía creer.
Empecé a rechazar un montón de cosas que estaban a mi alrededor: estatuillas que tenía en mi casa, todo lo que representaba cualquier ídolo que no fuera Dios. Empecé a tirar todo. Limpié toda mi casa. Era un rechazo natural e impresionante a todo lo que fuera supersticioso.
Empecé a mirarme al espejo y sentía que no era yo. Yo era rubia, porque me teñía el pelo durante diez años, pero, con esa imagen, ya no me reconocía. Entonces, volví mi pelo a mi color natural y empecé a reencontrarme conmigo misma. Empecé a dejar el maquillaje, a dejar los excesos.
Tiré un montón de ropa de mi placard porque, al verla, ya no me identificaba con ella. Dejé de usar joyas de oro, cadenitas, todo lo que antes para mí representaba poder, estatus o me hacía más linda, según pensaba. Después de eso, simplemente no me gustó más. No sentía que era la misma Noelia. Tenía que reencontrarme con esta nueva Noelia que estaba naciendo.
Una de las cosas más tremendas que me pasó en todo el proceso fue el arrepentimiento que sentía. Fueron como dos o tres meses llorando, sin poder creer todo lo que había hecho en mi vida. Pensaba en algo que hice y me decía: «¿Cómo pude hacer esto o aquello?»
Era como que me acordaba de algo que había hecho y recién entonces me daba cuenta de que había sido contra Dios. Antes no lo sabía, pero ahora sí, y el arrepentimiento que sentía era tremendo. Era un remordimiento profundo. Le pedía perdón a Dios, pero no sabía cómo hacerlo. Sentía que no era suficiente, que no me alcanzaba. Lloraba y lloraba, y era como que necesitaba llorar y orar al mismo tiempo.
Empecé a orar, cuando antes pensaba que era una estupidez. Necesitaba simplemente arrodillarme, orar y llorar en el piso, hablar con Él y pedirle perdón por todo lo que había hecho. Todo esto fue natural, sin haber ido a ninguna iglesia.
Cuando empecé a conocer a Dios, me daba cuenta de todo lo que había hecho mal antes, y me preguntaba: «¿Por qué me tocaste a mí? ¿Cómo me puedes perdonar? ¿Cómo me puedes amar tanto después de todo lo que hice en contra de tu reino?» ¡Fue tremendo, tremendo!
Me tiraba a la cama horas y horas, llorando, y empecé a sentir a Jesús. Sentía su amor, que me amaba y me limpiaba. Sentía su presencia. Sentía que estaba tan feliz de recuperarme, de que yo lo buscara, de que yo lo amara, porque yo también había empezado a sentir un amor impresionante por Él.
Era como conocer a alguien que ya conoces, como un reencuentro después de haberte olvidado de esa persona. Empecé a entenderlo y empecé a amarlo, y eso me quebró totalmente. Me di cuenta de que había estado viviendo en una mentira durante toda mi vida, en una ilusión, en un engaño.
Con respecto a lo físico, empecé a sentir los olores mucho más fuertes, muy intensificados. Empecé a rechazar los perfumes. No podía ponerme cremas. Cualquier cosa que tuviera un olor fuerte no la soportaba en esos meses.
Mi piel cambió: fue como que se había limpiado. Estaba más luminosa, tenía más brillo en los ojos. La gente que me conocía me decía: «¡Qué cambiada que estás! ¿Qué te pasó? Tienes la piel más luminosa.» Y yo les decía: «Es porque encontré a Jesús, y Jesús me limpió.»
Empecé a sentir cosquilleos en diferentes partes del cuerpo, sobre todo en el tronco, la frente, el pecho y el vientre. Era como que sentía cosquillitas todo el día, como una energía que se movía, pero no sabía qué era.
Sentía como que alguien, literalmente, ordenaba y movia cosas dentro de mi cuerpo, como un rompecabezas: sacando piezas de un lugar y poniendo otras nuevas. Eso lo sentía especialmente en el pecho. Había días en los que sentía que, en lo espiritual, alguien movía cosas por dentro, acomodaba y limpiaba.
Todos esos días también sentía como un fuego muy agradable que me limpiaba el cuerpo constantemente. Necesitaba quedarme quieta, descansar, porque no podía realizar actividades normales. Sentía que tenía que estar en reposo para dejar que pase todo ese proceso.
Pero todo eso venía acompañado de una buena sensación. Era un bienestar, una confianza de que alguien o algo —yo sabía que era Dios— estaba haciendo todos esos cambios, limpiándome. Me sentía más liviana, cada vez mejor.
Fue impresionante, primero el bautismo del Espíritu Santo, pero después del bautismo en el agua el cambio fue tremendo. Todos los días eran así, durante varios meses.
Después del bautismo en el agua comenzó una batalla espiritual tremenda. Empezaron a pasar un montón de cosas en mi casa: había ruidos y sentía presencias —buenas y malas— todo el tiempo. Tenía piel de gallina por momentos y la sensación de que me observaban constantemente, hasta que nombraba el nombre de Jesús y esa sensación desaparecía, si era una sensación mala.
Empecé también a tener parálisis del sueño. Estaba durmiendo, por ejemplo, y de repente me despertaba, pero en el espíritu, y no tenía control sobre el cuerpo físico. Era una sensación de que me iba a morir, de que me iba a quedar así, en ese estado, porque no podía moverme ni hablar.
Estaba aterrorizada. Trataba de pedirle ayuda a mi marido, que estaba durmiendo al lado mío, pero no podía gritar, no podía hablar, no podía mover el cuerpo físico. Hasta que nombraba varias veces a Jesús en el mundo espiritual, y ahí lograba despertarme y mover mi cuerpo.
Esto me pasó un montón de veces. Algunas veces fue peor, otras no tanto.
Después empecé a sentir como que arañas me caminaban por todo el cuerpo, todo el día, todo el tiempo, pero no había arañas en lo físico. Sentía como que alguien me clavaba agujas o aguijones en todo el cuerpo, o como que me picaban escorpiones durante el día o la noche. Sentía mordeduras por todo el cuerpo, más que nada en el lado izquierdo.
Mi cabeza se movía sola, de día, de noche. Estas cosas me pasaban en cualquier momento, como que alguien me empujaba o me tiraba de la cabeza, pero no había nada en lo físico. Mi cuerpo se movía solo.
Una noche me desperté y me estaba apretando la pierna con mi propia mano. Era como que la mano estaba enojada, como que tenía bronca. Pero yo no sabía que todas las personas tienen demonios adentro del cuerpo, y que, si uno no tiene control sobre ellos, los demonios pueden actuar en lo físico y manejar tu cuerpo.
Mi pierna izquierda tenía como tics, se movía sola aun estando quieta. La mano también. Sentía como electricidad en todo el cuerpo, como shocks eléctricos.
Tenía sueños rarísimos: gente ofreciéndome comida en los sueños, y yo estaba consciente dentro del mismo sueño. Conscientemente les decía que no, porque sabía que no venían de una buena fuente. Y cuando rechazaba la comida, el sueño desaparecía instantáneamente, o lo hacía cuando nombraba a Jesús o le pedía ayuda.
Lo mismo pasaba con los sueños sexuales. Era como que aparecía un sueño y me obligaban a mirar una escena de sexo, invitándome a participar. Entonces, mi conciencia se despertaba de repente dentro del mismo sueño, y ahí tenía la posibilidad de elegir conscientemente.
Cuando me daba cuenta de lo que estaba pasando, decía: «¡No!», y me despertaba. En el nombre de Jesús les decía: «Te ordeno que te vayas», y el sueño desaparecía. Era un sueño, pero muy real, como que estaba conscientemente en otra realidad.
A veces tenía mucha confusión. Pensaba: «¿Estoy loca? ¿Qué me está pasando? ¿Por qué me pasa esto? ¿Qué es todo esto? ¿Por qué a mí? ¿Hay alguien más a quien le pase lo mismo?» Tenía mucha duda, porque todo era muy loco.
Sentía como lombrices o serpientes dentro del estómago, como que alguien me tocaba la pierna o distintas partes del cuerpo, pero no había nadie en lo físico.
Los artefactos eléctricos fallaban. Me pasaron un montón de cosas. El auto se empezaba a sacudir, aunque era un buen auto y no tenía ningún problema. Se sacudía y después paraba.
Esto pasaba especialmente cuando quería hacer algo que tuviera relación con Dios, algo que representaba un cambio importante para mí. Cuando decía: «Bueno, voy a ir a tal lado y voy a orar», o «Voy a ir a tal lado y voy a hablar con esta persona», o «Voy a hacer algo que tenga que ver con Dios», algo me llegaba a suceder.
Lo primero que fallaba era todo lo que fuera eléctrico. Por ejemplo, la primera vez que quise escuchar música cristiana, la batería de la Mac explotó, así de la nada. Sentía como corrientes de electricidad en el cuerpo. Muy raro.
Cuando estaba cerca de algunas personas, ellas también actuaban raro, empezaban a cambiar. A algunas les agradaba más mi presencia que antes. Otras se empezaban a poner ojerosas, se descomponían, se ponían blancas o querían irse, o se empezaban a rascar el cuerpo, sin que yo hiciera nada.
Con algunas personas, mi sola presencia ya era suficiente para que se pusieran mal. Otras, al contrario, me miraban y decían: «Sí, tú tienes algo, tienes como una luz». Era el Espíritu Santo viviendo adentro mío.
Pero lo más hermoso fue que empecé a sentir la presencia de Jesús. Es como que ya sabía quién era, pero nos reencontrábamos. Y ese encuentro te hace tan bien, que necesitas estar con Él todo el tiempo, porque su presencia es tan incomparable y formidable.
No tengo palabras para explicar lo que se siente con la presencia de Jesús: la admiración, el respeto. No quería hacer nada que estuviera en contra de Él o por lo cual Él pudiera decir: «Noelia, esto no es correcto».
Tuve certeza al 100% de que Jesús es real, sin ninguna duda. Simplemente sabes que Él existe, que Él es real, que Dios es real, que el mundo espiritual es real, y que tanto lo bueno como lo malo existen. Y lo sabes. No es algo que piensas: te pasa, lo vives. Es real.
Empecé a tener un montón de visiones: estrellas cayendo a la tierra junto con fuego del cielo, y gente escapando y gritando. Era como que el Señor me decía: «Esto es lo que va a pasar en el mundo en un futuro». También tenía visiones donde alguien me decía: «Todo lo que dice la Biblia es cierto».
A partir de ahí, empecé a leer la Biblia, y era como que la conocía de toda la vida. No te voy a decir que entendía todo al 100%, pero era como encontrarme con la verdad que siempre había estado buscando. Antes de que me pasara todo esto, la había abierto un par de veces, y para mí era solo un libro viejo, antiguo, que nada tenía que ver con la realidad. Pero ahora era distinto: se convirtió en una necesidad para mí leer la Biblia.
También tenía visiones donde se me mostraba el sufrimiento o la felicidad de las personas después de esta vida, que son extremadamente reales. No eran como sueños; eran visiones, donde uno está consciente, algo que nunca había vivido antes. Solamente quien lo vive puede conocer la realidad de las visiones. Es un mundo más real que el mundo físico.
Dentro de lo que me pasó, lo peor de todo es que hasta que logras superar esta prueba espiritual, por la que Dios permite que pases hasta que estás realmente firme en Él y eres salvo, vives una batalla muy fuerte. Dios permite que veas muchas cosas y que pases tanto por situaciones buenas como malas, para que puedas elegir y digas con certeza: «No, yo quiero esto. No me importa lo que tenga que pasar, no me importa lo que vea del mundo espiritual. Yo te quiero a ti, Señor».
Hasta ese momento, esta batalla espiritual es normal en cualquier persona que se convierte, si la conversión es verdadera.
La peor experiencia que tuve fue una parálisis del sueño. Estaba durmiendo y sentía como que varias manos trataban de sacarme de mi cuerpo. Era como que me jalaban del vientre, y yo sabía que eran demonios. No podía verlos físicamente, pero lo sabía porque sentía su naturaleza.
De hecho, ya estaban sacándome de mi cuerpo, en lo espiritual, y yo podía sentir su inmensa maldad, cómo disfrutaban lo que estaban haciendo y cómo querían torturarme. Querían hacerme creer que me iban a llevar, que iban a sacar mi alma de mi cuerpo físico, porque eso es lo que ellos quieren: tu alma.
Los demonios me obligaron en ese momento a mirar hacia abajo en el espíritu, y cuando lo hice, debajo de la tierra, en lo profundo del planeta, vi un lago de fuego enorme. Todo era como con accidentes geográficos. Algunas partes eran como cuevas, otras como montes, y en el medio, abajo, todo era un lago de fuego amarillo y rojo, con todos esos colores de fuego y lava. Impresionante.
No había gente, pero había demonios volando, cuidando el lugar, preparándolo, y yo supe que ese es el destino final de las almas: el lugar donde van a estar las almas que no encuentren y no sigan a Jesús. Era como que ellos me decían: «Mira, esto es así», y me mostraran lo que era el lago de fuego.
Tener esa experiencia fue lo más aterrorizante que me pasó de todos los ataques espirituales que tuve cuando encontré a Dios. El sufrimiento que los demonios me causaban fue tremendo en ese momento. Fue como una desesperación. Yo pensé que era mi fin, que iba a morir, que se iban a llevar mi alma, porque eso era lo que ellos estaban intentando hacer.
Entonces empecé a llamar a Jesús y dije: «Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, ¡ayúdame, Jesús! En el nombre de Jesús, les ordeno que se vayan», con todo el miedo y con todo el terror que sentía, pero igual lo hice. Y ahí me pude despertar.
Desperté a mi marido y le conté todo lo que me estaba pasando. Estuve como tres horas llorando del terror, de la tristeza y de la impotencia de sentir lo que piensan y sienten los demonios. No los pude ver con los ojos espirituales, pero percibí que estaban ahí, volando en el lago de fuego, y sentí sus manos intentando sacarme del cuerpo. Eran dos o tres, y pude sentir lo que piensan y lo que sienten. La calidad de la maldad que tienen es impresionante. No es de este mundo.
Después, no pude dormir por un montón de horas y empecé a orar. Esta experiencia fue un momento súper fuerte, donde me di cuenta de que realmente todo es real: que el cielo y el infierno existen, que lo espiritual es real —tanto lo bueno como lo malo—, que no es una broma y que tenemos que tomar una decisión. Me di cuenta de que esta decisión está en nosotros y que, mientras esté viva, solo yo puedo tomarla.
Era como que Dios me estaba mostrando las dos caras de la moneda, y yo tenía que decir: «Bueno, no me importa lo que tenga que pasar, pero quiero esto para mí: quiero seguirte, quiero estar contigo. Necesito estar con Jesús y no me importa nada más».
Conocí una nueva forma de amor. Empecé a sentir el amor de Cristo, que es diferente. A partir de todo este cambio, empecé a sentir cómo Él me amaba, de qué forma, con qué intensidad. Pero era distinto al amor humano.
Empecé a mirar a las personas de otra manera. Empezaron a importarme cosas que antes no me importaban, cosas en las que ni siquiera me fijaba: personas que no conocía y que estaban pasando por situaciones de necesidad, enfermedad o malas circunstancias. Aunque no las conocía, me importaban un montón. Era como que alguien me había puesto ese amor en el corazón, como que alguien había cambiado literalmente mi corazón.
Nunca más fui la misma. Cambié al 100%. No fue un 10% ni un 20%. La vieja Noelia murió por completo en todo ese proceso y empecé a amar a las personas de forma diferente. Me di cuenta de que no quería vivir más con el pecado. No quería y no podía pecar. Simplemente sentía un rechazo natural hacia todo lo malo.
No es que yo decía: «Esto está mal, esto otro está mal». No. Simplemente sentía rechazo hacia todo lo que estaba en contra de Dios. Decía: «No puedo hacer eso que antes hacía». Solo pensar en hacer algo que fuera contra Dios me hacía doler el estómago y me hacía sentir mal. Era un rechazo impresionante que antes no sentía.
A partir de todo eso, me convertí en la nueva Noelia. Lo único que me interesa es hablar de Jesús. Si Él no está en medio de una conversación, no me interesa, salvo que sea para contarle a alguien lo que me pasó y mostrarle quién es Jesús. Ya no me interesan las cosas del mundo; no tengo los mismos intereses.
Empecé a sentir una paz inexplicable, que no es de este mundo. Una paz envolvente, tanto en el cuerpo como en el espíritu, en cualquier situación en la que estuviera. Era como que la situación exterior no importaba, porque yo tenía a Jesús.
Eso quedó estable, y así es ahora. Mientras tenga a Jesús, no importa qué esté ocurriendo afuera. Nada me puede quitar esa paz que no se puede obtener con nada en este mundo. Al menos a mí nunca me pasó sentir tanta paz interior, como un éxtasis permanente que no se puede comprar ni con todo el oro, ni con todas las cosas, ni con la fama de este mundo, ni con todas las personas que te rodean. No lo cambiaría por nada.
Cristo no se compara con nada en este mundo. Es lo más importante y lo único que te puede dar paz en esta vida. Lo comparto porque es lo que me pasó a mí. A mí nadie me dijo: «Ven a este camino, que te va a pasar esto, vas a sentir esta paz o tal y cual cosa». Simplemente me pasó todo esto que estoy contando, y no quiero volver atrás. No puedo volver atrás. No me interesa volver atrás.
Si por algún motivo miro hacia atrás —que normalmente no lo hago, porque no me interesa—, me veo como otra persona. No soy la misma. Siento a Dios como un Padre perfecto. Lo siento todo el tiempo. Antes no sentía que era así; sentía solo una presencia y nada más.
Todo esto que me pasó fue después de recibir el bautismo del Espíritu Santo y el bautismo del agua. Toda esa batalla duró tres meses, más o menos, hasta que un día estuve llorando varias horas, porque sentía que tenía que llorar, que necesitaba llorar desesperadamente. Estuve así como dos o tres horas. Era como que el llanto me limpiaba, como que necesitaba llorar y llorar.
En un momento, sentí como que algo terminó, como que algo hizo un clic y no cambió más. Fue entonces cuando dije: «Bueno, Dios, muéstrame lo que Tú quieras. Dame las visiones que Tú quieras. Muéstrame el infierno. Muéstrame todas las cosas malas. Si tengo que pasar por estos ataques, los voy a pasar. Si tengo que luchar para estar contigo, si tengo que humillarme, si tengo que dejar de hacer las cosas del mundo que me gustaban, lo voy a hacer. No me importa nada. Yo te elijo a Ti y quiero estar contigo. Quiero estar con Jesús y no me importa nada más».
Fue como una decisión final que tomé después de haber pasado por todos esos meses de batalla, de proceso. Y ahí terminó todo ese calvario, todos esos meses de ataques y de batallas espirituales. Sentí que entregué mi vida completamente a Dios, sin importar nada, y tuve la sensación de que: «Ya está. Terminó la prueba espiritual y todo lo que Dios me quería mostrar».
A partir de ese día, todo empezó a mejorar. Todo comenzó a calmarse. No tuve más ataques. Es una batalla espiritual continua, pero algo quedó estable desde ese momento. Ya elegí a Dios, y creo que en ese momento se selló mi salvación, porque sentí que ese fue el momento en que fui salva.
Eso fue todo lo que me pasó en el proceso de mi conversión, de nacer de nuevo. Mi fe empezó a crecer de manera impresionante, día a día, cada vez más fuerte. Todas mis actitudes y mi forma de vivir empezaron a cambiar. Mi danza, mi motivación, todo empezó a cambiar.
Toda mi vida comenzó a girar alrededor de Jesús, de preguntarle a Dios qué quería que hago. Solo empecé a querer hacer su voluntad y nada más. Comencé a negarme a mí misma.
Después de ese día en que sentí que ya había terminado toda esta prueba espiritual, estuve orando para recibir el don de lenguas. La primera vez que oré para recibirlo, hablé algunas palabras, pero no logré hablar fluidamente. La segunda vez que oré para pedirlo, ya empecé a orar fluidamente en lenguas, y fue tremendo.
Fue como una pasión, una necesidad de orar y orar. Y no puedes estar sin eso después. Es como un alimento espiritual.
Mi corazón cambió por completo. No quedó nada de lo que era antes. Yo sé que Jesús se llevó mi corazón y me lo cambió por uno nuevo, al 100%, aunque esto es un proceso que nunca termina. Siempre estás aprendiendo más y más de Jesús. Y yo recién empiezo, porque hace un año me bauticé en el agua y hace más de un año recibí el bautismo del Espíritu Santo.
He cambiado tanto, y estoy todo el tiempo leyendo, aprendiendo, orando y manteniendo esa relación personal con Dios. Todavía me falta un montón. Recién empiezo, pero esto es real y no quiero dejar de humillarme.
Ser cada vez más humilde y parecerme lo más posible a Jesús es mi única misión ahora. Él es mi único ejemplo. Quiero ser más y más como a Él le gusta que sea una mujer. Quiero que mi Padre esté contento conmigo. Y el único al que le debo todo el respeto, la bendición, el honor y la gloria es Él.
No me importa nada más, y todo lo que hago lo quiero hacer para Él. Quiero hacerlo de acuerdo a su ley, y quiero cumplir sus mandamientos. Tengo hambre de Él. Lo más grande para mí es que fue todo natural y se fue dando solo.
Mi marido me ayudó un montón, porque él fue mi compañía y mi fortaleza en todo esto. Dios me bendijo, porque yo empecé a escuchar más a mi marido, y él empezó a ayudarme más. Mi marido siempre me ayudó, pero antes yo no lo escuchaba mucho.
Pero a partir de que encontré a Dios, nuestra relación mejoró muchísimo. Antes, siempre era yo y mi rebeldía el motivo de los problemas y los conflictos, pero desde que Dios está en el medio, todo cambió, todo mejoró.
Realmente puedo decir que no quiero cambiar de ninguna manera lo que me pasa. Jamás querría cambiar lo que me pasa. Necesito estar con Dios. Necesito los momentos con Dios: estar sola, orar, hablar y compartir con Él, y recibir de Él lo que tengo que hacer.
Cuando de verdad recibes el bautismo del Espíritu Santo, no puedes estar sin Él. No es algo de la cabeza, es del corazón, que necesitas estar con Él todo el día. No puedes dejar de pensar en Jesús, pero no lo haces como yo pensaba que era antes, que la gente era fanática o que lo hacía porque quería aparentar algo. Lo haces porque realmente lo sientes de corazón.
Este fue mi testimonio. Espero que ayude. Y voy a terminar con una oración:
Padre, vengo a ti, en el nombre de Jesús, para pedirte que utilices el poder de este testimonio para inspirar a quienes deben ser inspirados, entre las personas que lo están leyendo. Que llegue a los corazones a los que tenga que llegar, para sembrar semillas en las tierras fértiles donde este testimonio va a llegar.
Padre, en el nombre de Jesús te pido que utilices este testimonio para que otras personas se sientan acompañadas —personas que quizás están pasando por los mismos ataques espirituales que yo pasé— y para que entiendan que Jesús es real, que Él es el único camino, la verdad y la vida, y que Él es el único que puede sanarlos y darles la paz que están buscando.
Padre, si es tu voluntad, utiliza este testimonio para que llegue a cada corazón quebrantado, en soledad, sin esperanza, en desesperación. Y también a cada corazón perdido en el mundo, que cree que lo tiene todo, que cree que tiene el éxito —como yo pensaba—, porque en realidad, sin Cristo no somos nada.
Padre, te agradezco. Gracias, Padre, por todo lo que hiciste conmigo, por todo lo que me enseñaste, por recibirme, por tocarme y por llamarme. Te amo con todo mi corazón.
Ayuda a las personas que están escuchando este testimonio a encontrarte, Jesús.
Que testimonio tan hermoso hermana Noelia. El Señor le siga bendiciendo y usando para que el mensaje llegue a más corazones y se convierta al Señor Jesucristo. Un abrazo fraterno.